La Constitución de 1978 ha sido la primera en nuestra historia que una parte del país no impuso a la otra parte. Esa –la de la imposición del ganador– había sido nuestra triste historia colectiva hasta que la Constitución ahora en vigor rompió con el pasado.
Un pasado –no debéis olvidarlo si queréis valorar justamente las virtudes y defectos del texto constitucional que hoy rige nuestra vida colectiva– que era, por utilizar una expresión propia de la época, el del trágala: los que se alzaban con el poder (fuera por medios legales: las elecciones; o por medios ilegales: los golpes de Estado, los pronunciamientos o las revoluciones) imponían a los perdedores sus reglas de juego, sus principios y valores –es decir, su Constitución–, que los perdedores debían tragarse (de ahí el trágala ) como quien se ve obligado a comerse a la fuerza un plato que le resulta más o menos repulsivo. Esa práctica de la imposición del ganador acabó convirtiéndose con el tiempo en una práctica política que, a fuerza de ser habitual, acabó pareciendo a todos, completamente natural: el ganador imponía su Constitución a los demás, que esperaban desde entonces su ocasión para imponer la suya por su cuenta, en cuanto cambiasen las tornas y alcanzasen el poder.
La imagen que muchas veces hemos utilizado para explicar tal situación es la del péndulo de un reloj. Nuestra historia política y constitucional sería así una historia pendular, en la que el país habría venido oscilando de derecha a izquierda, y de izquierda a derecha, entre conservadurismo y progresismo, entre avance y retroceso, entre reacción y revolución. Lo cierto es, sin embargo, que en cuanto uno se acerca a esa realidad de nuestra historia con algo más de calma, resulta posible llegar a una conclusión que matiza un poco esa visión pendular de la evolución del constitucionalismo español. Y es que –fijaos– por debajo de esa historia marcada por los gritos opuestos de ¡Viva la Constitución! y ¡Muera la Constitución!, es decir, por debajo de esa sucesión constante de Constituciones y de períodos constituyentes de diferente signo político, de oscilaciones del péndulo de derecha a izquierda y viceversa, la verdad es que a lo largo de nuestra historia colectiva se fueron configurando todo un amplio conjunto de instituciones de poder, y de culturas y prácticas políticas, muy impermeables a las reformas democráticas que, con el tiempo, terminarán haciendo muy difícil la consolidación, a lo largo del siglo XIX, de un Estado constitucional digno de tal nombre; y, ya en el siglo XX, de un Estado democrático.
Basta para comprobar hasta que punto las cosas sucedieron de ese modo con realizar una sencilla operación: sí, basta con hacer cuentas del tiempo en que, por seguir con esa imagen de la España pendular, el péndulo permaneció de un lado y no del otro. De los ciento sesenta y seis años transcurridos entre 1812 (cuando se aprobó nuestra primera Constitución: la de Cádiz) y 1978 (cuando se aprobó la que actualmente rige nuestra vida colectiva) España sufrió sesenta y dos años de negación radical del constitucionalismo (los del sexenio absolutista, la década ominosa, y las dictaduras de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco); y sobrevivió otros sesenta y ocho años de constitucionalismo cerrado y ficticio: los transcurridos mientras estuvieron vigentes el texto constitucional de los moderados (el de 1845) y el de los conservadores (el de 1876). En contraste contundente con esos largos ciento treinta años, bien poco significarán los algo más de treinta en los que, a trancas y barrancas, la vida política española estuvo marcada por Constituciones que, verdaderamente, podían recibir tal nombre: las de 1812, 1837 y 1869, durante el siglo XIX; y la de la II República española, aprobada esta última, en medio de una esperanza y una ilusión popular desconocidas hasta entonces, en 1931.
Pero esa incapacidad a la que me vengo refiriendo no lo fue sólo para construir un régimen político plenamente democrático, capaz de reconocer la creciente pluralidad política, social, territorial, religiosa y cultural existente en España, sino también para imponer unas reglas de juego aceptadas por la inmensa mayoría de los españoles con la finalidad de dar una salida civil, y por tanto, civilizada, a la lucha de partidos a través de la cual se manifestaba (y, en ocasiones, se azuzaba) el enfrentamiento entre españoles. Esa doble incapacidad acabaría conduciendo finalmente al más terrible drama de nuestra historia común: a una guerra civil devastadora (la de 1936 a 1939), consecuencia directa de un levantamiento militar contra la II República española, guerra que iba a desembocar en una larga y terrible dictadura. Por eso cuando tras la muerte del dictador Francisco Franco España va recuperando poco a poco su libertad, todos los grandes problemas de nuestra experiencia colectiva estaban allí, como congelados, esperándonos, lo que nos obligó a afrontarlos de nuevo para tratar, ahora sí, de darles una solución definitiva.
Ese intento es el que explica el sentido de nuestra actual Constitución, un texto de amplio consenso, es decir, de gran acuerdo entre todos los que participaron en su elaboración, con la que se trató de lograr un auténtico pacto nacional para la convivencia en paz y en libertad, mediante un método sencillo, pero no por ello menos meritorio: el consistente en no introducir en la Constitución ninguna norma, regla o principio que resultase absolutamente inaceptable para alguna de las fuerzas políticas que, en representación del pueblo español, redactaron su articulado. El consenso frente al trágala : ese fue el cambio que introdujo en la historia política española la Constitución de 1978, aprobada, primero, por la inmensa mayoría de los diputados y senadores que participaron en las Cortes Constituyentes; y, después, por la inmensa mayoría de los ciudadanos cuando, tras la aprobación por las Cortes Generales (que forman el Congreso de los Diputados y el Senado) fue sometida a referéndum nacional del pueblo español.
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